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Mi tierra añorada, mi querido Navojoa



Estando tan lejos de los míos, sentado frente al ordenador, no puedo evitar cerrar los ojos y recordar mi tierra dorada. Mi lugar preferido. Ese lugar tan bello en el que crecí y aprendí a dar mis mejores pasos. Esa ciudad de tierra caliente en donde conocí el valor de las cosas pequeñas, de los placeres simples, de las alegrías continuas, de los festejos espontáneos. Esa tierra en donde la gente no espera nada a cambio y siempre está dispuesta a ofrecer; en donde a cada casa que llegues te recibirán con un plato en la mesa, una bebida caliente, o ya si las cosas se ponen más interesantes, una cerveza bien helada sudando frío esperando a ser bebida tal si fuera agua.

Una ciudad en la que las calles parece que hierven y arden por el calor intenso de la ciudad, pero más bien es la temperatura que adquieren por el calor de su gente, por la calidad de sus personas, por el mismo vapor que irradian con su singular alegría, por el ardor y la pasión que los enciende al hablar y defender a su pueblo, a su ciudad, a su casa de tunas, a mi querido Navojoa.

Una urbe en la que sin importar a donde vayas y en donde te ubiques podrás encontrar a alguien destapando una cerveza y escuchando música acompañado de sus allegados, en donde a pesar de la hora y el momento, siempre habrá pretextos para convivir y hacer una pausa en el día. Ese Navojoa en donde los minutos transcurren más despacio, lo cual les permite disfrutar mucho más de lo que la vida les ofrece y en donde no tienen la necesidad de apresurarse. Como bien dicen, el tiempo no es factor, la vida sí.

Una tierra en donde hacer un amigo te toma sólo un minuto, y en donde olvidar esa amistad puede tomarte una vida. Dónde las amistades se dan al por mayor, y donde la soledad solamente existe cuando realmente se necesita. Una ciudad en donde las calles se aglomeran cada fin de semana, dejando que sus jóvenes se adueñen de ellas y permitiendo al cielo estrellado y el refrescar de la noche hacer de esa velada un evento más placentero. Una localidad en la que no hay necesidad de tener cientos de bares y clubes nocturnos para el beneplácito de los suyos, ya que una simple banqueta y una buena compañía bastarán para ello.

Ese pequeño pueblo en el que la mayoría se conoce, en donde a cada paso dado encontrarás un rostro familiar, una persona allegada, un amigo con el que tienes que ponerte al día o simplemente un rostro amable que te hará pasar un rato agradable.

Ese lugar en donde el béisbol no es solo un deporte, sino una religión. En donde cada invierno sin importar los problemas que aquejen, las lámparas del estadio se encenderán noche a noche para alumbrar a toda la fanaticada ávida de un gran espectáculo y de un excelente juego de pelota. Ese nicho en donde los deportistas nacen cada día y se forman para después partir y poner en alto el nombre de nuestra gran Navojoa. Esa ciudad donde los grandes peloteros llegaron para nunca irse, y donde los ídolos locales volaron lejos para conquistar más corazones en el extranjero. Un recinto en donde la derrota no significa la culminación de una temporada, sino el conteo regresivo para la temporada siguiente.

Un Navojoa, a la cual probablemente muchos no conozcan, pero cada persona que ha tenido la dicha de cruzarla y permanecer unos días ahí, no puede evitar decir solamente cosas buenas, y claro, añadiendo a eso sus ya tan usuales comentarios sobre el clima extremo de esa calurosa ciudad.

Ese Navojoa al cual muchos de nosotros tuvimos que dejar para buscar un camino alterno, pero del cual llevamos un recuerdo que jamás podrá ser borrado.

Agradezco a Dios haberme permitido crecer ahí y formarme como el individuo que soy ahora, y quizá no tuve la oportunidad de ser oriundo de esta bella ciudad, pero puedo decir gratamente que gracias a ella estoy donde estoy, feliz de recordar a mi bello pueblo, y orgulloso de decir que esa ciudad me vio crecer y yo la vi crecer a ella. Como dice la canción de Kany García, Ay de mí, ay de mí si yo me olvido, del camino que me lleva hasta la casa, de donde siempre he venido.

Hay que recordar nuestras raíces, nuestro lugar de origen, el lugar de donde provenimos, porque algún día volveremos a pisar esa tierra, y que mejor manera de hacerlo agradeciendo el regresar a ese nido que nos enseñó a volar, para así algún día retornar y poder enseñar lo poco o mucho que aprendimos en nuestro andar por él mundo.




Autor:
Carlos Mitani Sigala

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